Lo sé,
te descubrí un par de veces.
De repente
te dejé de notar,
aunque en retrospectiva
sé que estabas allí
por las pequeñas trampas
que me dejaste.
Disimuladamente
empezaste a escabullirte
pero no noté tu presencia
acechando entre las sombras:
solo apercibí el sabor amargo de las gotas
del embrujo que vertías en el agua que bebía.
Se te volvió costumbre:
te instalaste
sin vergüenza
hasta que fue imposible
ignorarte
y empezaste a configurar
lo que pensaba, sentía y veía
a la medida de tu arte.
No se aún si quieres desalojarme
o si prefieres que sea tu esclavo.
Tomé cartas en el asunto:
Te vigilé,
estudié tus tácticas,
intenté contraatacar.
Aun me resultas impredecible.
Decidí rebelarme,
expulsarte violentamente.
Me entrené,
me hice más fuerte,
resistente,
resiliente,
sincero y asertivo...
Luché.
No pude vencerte.
No me resigné,
seguí luchando,
pedí refuerzos,
y confié en otro poder.
Perdí.
Entonces, sin razón aparente,
hace un par de días te fuiste.
Cuando menos pensaba ya
que me dejarías en paz.
La herida que mantenías abierta
empezó a cicatrizar
y pude respirar.
Recuperé mi agencia
sin sentirme un espectador oculto,
separado de mí,
resguardado en mi íntimo refugio.
Una dulce alegría me recorrió como un lento relámpago
cuando sentí que saludé a alguien
con la potestad sobre el tacto de mi mano.
Fue la celebración más imprudente,
fue la más cruel esperanza...
porque volviste.