Quisiera estar un poco más lejos de esa flora y esa fauna
que circulan en el templo local de Artemisa,
donde aprendí a decidir.
No me gustan las tortugas, ni los topos,
ni los tiburones, muchísimo menos las rémoras,
los murciélagos vampiros, las plantas enredaderas,
y aborrezco por supuesto a la especie más despreciable:
los insectos que viven sólo de la imitación.
Bien me había advertido mi religión
que eran inmundos todos esos organismos mal dispuestos y fofos
que con inútil saber y orgullo vacuo se defienden,
que se vengan con la misericordia,
que roban lo que lactan y que se jactan de la nada.
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