Decidí atrasar mi reloj una decena de docenas de pentasegundos.
Resolví que tenía que ser un cálculo relativamente complejo
(por lo menos para mi mente simple),
con el fin de olvidar pronto la ecuación
e imaginar que está muy atrasado.
La idea, básicamente,
consiste en procurarme un profunda desconfianza
hacia el aparato,
una desconfianza tal que me obligue a salir pronto,
mucho antes de lo planeado;
una desconfianza que me permita evadir la ilusión
mediante la cual uno se aferra a la transitoriedad de la vida.
La no-existencia no es la excepción.
Es extraño el mecanismo del tic-tac:
te hace pensar que puedes controlar
el transcurrir de los momentos;
te hace pensar que existen instantes
que van saltando abruptamente,
uno después del otro,
aniquilándose entre sí.
¡Te hace pensar en antes y después!
(pero todo convive simultáneamente)
Ya había intentado adelantarlo,
sí, como la gente corriente,
pero yo no soy lo suficientemente complejo
como para que lo que funcione con todos me funcione a mí.
De hecho, he visto mis relojes andar de para atrás.
También los he visto moviéndose suave y continuamente,
sin saltos:
así todo es más lento y más tranquilo.
Hay otros que he visto invisibles y,
por lo tanto, jugando a la contradicción conmigo.
Los he buscado de bolsillo,
pero sólo encuentro estatuas y ferrocarriles.
También los he visto aparearse;
es un hermoso espectáculo:
una máquina seduciendo a la otra,
ambas jugando al sí-quiero-no-quiero,
las dos yaciendo juntas y, eventualmente,
creando una tercer máquina.
Todo porque mi verdadero reloj,
el reloj que da mi pauta,
es inmóvil.
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